Envuelto en lana de oveja, inicio mi viaje al país de los sueños, sobre las nubes, a las amplitudes del cosmos. Envuelto en lana me es fácil sumergirme en el mundo espiritual, porque en la misma lana el espíritu y el alma envuelven al cordero
Reinhard Jürg, Medicinas del Alma
Hace más de veinticinco años, una maestra de escuela waldorf puso en mi regazo un cesto de lana cardada cruda, me explicó a grandes rasgos cómo confeccionar la cabeza de un títere sencillo y me abandonó a mi suerte sin más contemplaciones, pues tenía que continuar con sus múltiples tareas y a la vez resolver las dudas del resto de padres y madres que, como yo, participaban en la preparación de la fiesta de otoño de la escuela. Se trataba de la primera fiesta de aquella pequeña escuela recién creada. El centro aún contaba con pocos alumnos, entre los que estaba nuestra primera y por entonces única hija, que no había cumplido los tres años. En aquella época todos éramos muy jóvenes, y para muchos de los padres que apenas conocíamos la Pedagogía Waldorf, suponía una gran responsabilidad cumplir con nuestro cometido en aquella celebración sin meter la pata.
Mi trabajo era crear a los personajes del cuento “Maschenka y el oso” que se representaría en forma de teatrillo en el cierre de la fiesta. Creo que pocas veces en mi vida me he sentido tan inútil. Permanecí unos minutos inmóvil observando aquel material suave y mullido que olía a establo hasta que me atreví a coger un mechón del cesto. Siguiendo las instrucciones que me había dado la maestra, comencé a modelar con aquellas hebras una bola pequeña entre las palmas de las manos. Después le fui incorporando sucesivas capas de lana, haciéndola crecer lentamente. Cuando por fin la bola alcanzó el tamaño apropiado, cerré la parte correspondiente al cuello del títere con otro mechón de lana. La cabeza de Maschenka estaba casi lista. Después de todo, no había sido tan difícil.
Pero mi propósito en esta introducción no es describir el proceso de elaboración de un títere, sino tratar de transmitir lo que me sucedió en el transcurso de dicho proceso. Aquel era mi primer contacto con la lana cruda, sin hilar ni tejer. El material, aunque estaba limpio, conservaba, como he dicho antes, algo del olor de la oveja, y creo que casi todos hemos experimentado alguna vez el poder que tienen los olores de transportarnos a otros lugares, incluso a algún sitio en el que nunca hemos estado. Por otro lado, a través del tacto pude percibir cómo la textura ligeramente aceitosa de la lanolina iba suavizando mis manos, y cómo esa suavidad comenzaba a traspasar lo puramente físico y llegaba a afectar positivamente a mi estado de ánimo, proporcionándome una creciente sensación de paz. Hubo un momento en que levanté la vista de la labor y comprobé que llevaba largo rato completamente absorta en el trabajo, ajena al ajetreo que circulaba a mi alrededor; que la simple manipulación de la lana me había librado de la inseguridad y los nervios del primer momento y me había sumergido en un estado de serena concentración que casi me atrevería a calificar de meditativo. Esas mismas sensaciones que experimenté aquel día en la escuela me las describen actualmente mis alumnos cuando toman su primer contacto con la lana en los talleres de fieltro con aguja. Durante las clases hay ratos de conversación, risas, relatos de anécdotas… pero siempre, de manera espontánea, llega un momento en el que todos callan, y en medio del silencio emerge el sonido seco de las agujas entrando y saliendo del vellón de lana, atrapando y enredando sus fibras, y los rostros de quienes trabajan alrededor de la mesa adquieren una expresión seria, centrada y serena. Entonces me alegro, porque siento que todo está bien.
Soy consciente de que cualquier persona que tenga experiencia en una actividad manual creativa -pintar, esculpir, arreglar el huerto o el jardín, moldear cerámica, coser…- puede pensar que estoy describiendo obviedades, pues es normal y frecuente alcanzar ese estado casi meditativo cuando uno dedica tiempo y se entrega con seriedad a cualquiera de estos trabajos. Y tendrá toda la razón. Yo misma he vivido esa sensación de estar absolutamente presente y centrada, aviando tiempo, mientras realizo labores que nada tienen que ver con la lana. También es cierto que cada material transmite sensaciones diferentes de acuerdo con su composición y cualidades. Pues bien, la lana, que es el material que nos ocupa, tiene muchas virtudes que le son propias, y una de ellas es ejercer un efecto balsámico, casi terapéutico, en el ánimo de quien trata con ella. Me gusta la expresión “tratar con ella”, porque la lana, siempre que no la refinemos en exceso, es una materia prima que conserva la vida incluso después del esquilado del animal, y esa vida se percibe en el calor amoroso, casi maternal, que emana. Creo que esta cualidad sí la distingue de otros materiales, y hace que su empleo nos aporte beneficios adicionales al de crear objetos bellos y/o útiles con ella.
Terminé a Maschenka y también a sus abuelos (el oso lo hicieron manos más experimentadas que las mías), y a través de los años he elaborado algunas Maschenkas más, cada vez mejor acabadas, todas ellas pelirrojas y pizpiretas. Pero nunca he olvidado aquella primera cabeza que confeccioné torpemente, que me hizo apreciar la bondad silenciosa de la lana, y que me animó a investigar y a aprender. Por esa cabeza me hice cuentacuentos y posteriormente monitora de teatro. Y gracias a la cabeza de Maschenka, aquella tarde, aunque yo no lo supiera hasta mucho tiempo después, nació el Taller Imaginario.
El Escobonal, junio de 2017